Hay algo equivocado en la idea que los españoles tenemos de la navegación deportiva: competiciones transoceánicas, yates fondeados en lugares lujosos, regatas con la familia real al completo y nietecitos rubios incluidos, ropa supermegapija de marca y mucha America’s Cup, que es como –tan idiotas para estas cosas como para otras– llamamos ahora a la Copa América de toda la vida. Esa idea errónea se ve reforzada por nuestro sistema de puertos deportivos, y por la imagen que de ellos dan ciertas organizaciones ecologistas, bloqueando proyectos que, ejecutados con honradez e inteligencia, serían beneficiosos para todos. Y así, España, pese a estar hormigonada de costa a costa, es paradójicamente uno de los lugares peor dotados en puertos deportivos de la Europa mediterránea. Y cuando se construyen, es para dejar fuera a los auténticos navegantes. A la gente de mar con vocación y ganas.
Para advertir la diferencia, basta mirar afuera. En cualquier época del año, haga frío o calor, con sol o nublado, con viento o sin él, te asomas un fin de semana al fiordo de Oslo, a los alrededores de la isla de Wight o a la bahía de Hyeres, por ejemplo, y encuentras el mar lleno de velas de todos los tamaños; de familias que navegan lo mismo en barcos de esloras grandes como en veleros de cinco o siete metros, o pequeños balandros. Se trata allí de una afición real a los barcos y la navegación, practicada lo mismo por fulanos canosos con pinta de patrones curtidos, que por señoras intrépidas y tranquilas amas de casa, o niños de pocos años que, con sus chalecos salvavidas puestos, manejan con soltura cañas y escotas. Todo eso crea un ambiente marino auténtico, de lo más agradable. La sensación de que esa gente ama el mar y lo disfruta.
Aquí es diferente. Excepto los admirables pescadores deportivos, que salen con sus barquitos en cualquier tiempo, los navegantes españoles suelen ser de verano y domingo soleado con poco viento. Sobre todo en el Mediterráneo. Si navegas en invierno por las costas españolas, cuando ves una vela que viene de vuelta encontrada sabes que, en nueve de cada diez casos, se trata de un inglés, un holandés o un francés. Pero ésa no es la cuestión. En los barcos españoles, lo usual son las esloras largas, de doce metros para arriba. Es frecuente, incluso, cierta proporción inversa: a menos horas navegadas, más enorme es el barco. Y si se trata de barcos a motor, ni te cuento. Lo nuestro es barco grande, ande o no ande. Con el resultado de que los pantalanes están llenos de yates a motor y veleros ridículamente enormes, que nadie usa más que un mes al año; pero que sirven para pasear por el club con ropa náutica a la última, ir quince días a Ibiza o, como mucho, fondear a dos millas del puerto, los domingos de sol, con la familia y los amigos. Ése es el tipo común de propietario que ocupa puntos de amarre en los puertos españoles. Y lo que es peor: el personaje a cuya imagen y semejanza esos puertos se han construido en los últimos veinte años, y se van a seguir construyendo, ahora más que nunca.
Porque ésa es otra. Puesto que de momento el ladrillo tierra adentro se ha ido a tomar por saco, algunos de los sinvergüenzas que mataron a la gallina de los huevos de oro le han echado el ojo a los puertos deportivos. Toda esa posibilidad de cemento y dinero –negro, como de costumbre– los pone calientes. Y como se da la oportuna casualidad de que nuestros puertos están bajo la jurisdicción de las mismas autoridades autonómicas con las que esos pájaros se comen las gambas a la plancha, todo es cosa de reconvertir objetivos. De pronto, sospechosamente, las concesiones que antes tenían modestos clubs náuticos y pequeños puertos locales, donde aún se respetaba el barquito pesquero o el velerillo de poca eslora, se han vuelto presa codiciada para una increíble cantidad de golfos ladrilleros, con sus padrinos, que buscan adjudicarse ampliaciones y concesiones portuarias en las que, naturalmente, las palabras navegación y deportiva son lo de menos. Mucho punto de amarre, en cambio, para grandes esloras, que son las que dejan pasta: de cien mil euros para arriba por barco. Figúrense. Así, a los promotores –que además lo ignoran todo sobre el mar– les da igual que esté allí un español que un jubilata extranjero, que al final suele ser quien afora. Y a los usuarios de toda la vida, que les den. Si antes resultaba difícil para los patrones humildes encontrar amarres, a partir de ahora será imposible. Ya lo es. A eso añadan el calvario del papeleo, la burocracia infame y la absurda normativa que el Ministerio de Fomento exige a la navegación deportiva en España. El resultado es que esa jábega de golfos está consiguiendo hacer verdad lo que antes era mentira: que el mar sea un lugar para ricos y domingueros, y que ni siquiera un modesto barquito de vela esté al alcance de todos.
Artículo publicado por Arturo Pérez Reverte en la sección 'Patente de Corso' en el número 1108 de XLSemanal